Texto leído en el Panel “Celebrating the Life and Work of Tulio Halperin Donghi”, University of California, Berkeley; 6 de Febrero de 2015.
La muerte de Tulio Halperin ha llenado de consternación a quienes somos deudores de su excepcional obra y que, frecuentemente, hemos tenido también la suerte de disfrutar de su entrañable compañía. Con él desaparece un gran historiador latinoamericanista y un agudo observador de la política argentina. Su influencia en la formación de historiadores ha sido invalorable, tanto en Argentina como en el resto de Iberoamérica, una influencia que no sólo se produjo por su labor en la docencia universitaria sino sobre todo por la calidad de su obra escrita y de las colecciones que dirigió.
Además de su estatura intelectual, de su destacada erudición, de la agudeza de su juicio crítico, de la increíble rapidez mental -manifestada, para temor de sus contrincantes, en una brillante capacidad polémica-, poseía sólidos puntos de partida para evadir el camino fácil proveniente de solidaridades ideológicas. Esto se reflejaba en su polémica con interpretaciones dogmáticas del pasado. Sobresalía así su rechazo de visiones ingenuas que suelen interpretarlo como un conflicto entre “buenos y malos” y su incisiva crítica a los intentos de establecer relaciones directas entre grupos económicos y tendencias políticas.
Era asimismo notable su capacidad de reunir información actualizada sobre la historia de los diversos países latinoamericanos, compararla, y juzgar la validez de las diversas interpretaciones existentes. Y fue esa atención al conjunto de la historiografía latinoamericana la que también le permitía ahondar en la historia nacional argentina, evadiendo las limitaciones provenientes del nacionalismo historiográfico.
Es cierto que el estilo de Halperin suele complicar la lectura de algunos de sus trabajos. Como expuse en mayo del año pasado durante la entrega del premio Kalman Silvert –en el Congreso de LASA en Chicago-, “...Con un padre que fue destacado latinista en la enseñanza superior en Buenos Aires, y por el hecho de haber sido bautizado como Tulio, podríamos inferir que debe haberle sido tentador inclinarse más hacia el autor de las Catilinarias que al de la Guerra de las Galias. Sin embargo, [...] esa modalidad de su escritura no expresa otra cosa que la vivacidad de un pensamiento esquivo de los esquemas y ansioso de reflejar en un solo párrafo la complejidad de los acontecimientos históricos, riesgoso objetivo que algunas veces puede haberle sido difícil de obtener apropiadamente, sin por eso malograr la calidad del trabajo.”
Me permitirán transcribir aquí algo de lo escrito por uno de los grandes amigos de Tulio, el historiador uruguayo Juan Antonio Oddone, fallecido en el 2012. De alguna manera, es un homenaje para ambos, que a Tulio le hubiera complacido por el afecto que lo unía a Juan Antonio.
“Me encontré por primera vez con Tulio Halperin Donghi –escribió Oddone en su libro de recuerdos- en Historia Social de Buenos Aires a su regreso de un viaje de estudio en Inglaterra. [...] Sería en el 60 o más bien 61 cuando Tulio pasó una tarde junto a la mesa donde yo trajinaba fichas y me dirigió un ¡hola! indiferente. Lo conocía de oídas y desde luego por su descollante carrera académica a esa altura ornada con un doctorado en Paris, libros, artículos y colaboraciones en prestigiosas revistas y más tarde en [el diario] La Nación, amén de un precoz decanato en Rosario y una activa participación durante los años de la revista Imago Mundi. Ya de joven arrastraba fama de enfant terrible y era temido contrincante tanto en los encendidos debates sobre Rostow como en las sesiones del Consejo General [de la Universidad]...”
Lo percibía –agregaba Oddone- “como un hombre equilibrado que reservaba su pólvora dialéctica para aquello que consideraba importante [...] pero cuando opinaba sobre un tema de fondo, pobre del que discrepaba.” Y agregaba: “Personalmente, los rasgos que más me impresionaban eran su aplomo, su autenticidad y su compostura; nunca se desdoblaba ni fingía para confraternizar; nunca lo vi alterarse ni aún en los más ásperos debates. Su contundencia iba paralela con una serenidad que desarmaba al polemista más diestro.”
Habría muchas otras facetas, además de éstas, que comentamos más de una vez con Oddone durante nuestro exilio en México. Sobre todo, lo de su incomparable humor, del cual recordé algunos ejemplos en mi contribución al homenaje realizado por la Asociación de historiadores argentinos -que Uds. pueden encontrar en la Web. Pero frecuentemente era un humor impregnado de una cierta visión sombría del presente y del futuro. Se trataba de una pesadumbre suya no nueva, ni tampoco limitada a Argentina. Ya en 1956 en un artículo publicado en el último número de la revista Imago Mundi, aludía a “la amargura de pertenecer a un mundo en vilo entre la ruina total y una oscura y disminuida supervivencia” y sesenta años después, poco antes de morir, cerraba su último libro lamentando el “destino de quienes debemos vivir en un mundo que ha cesado de sernos comprensible”.
De allí nacía también la desesperanza de su persistente examen de la política Argentina, sin que hubiese logrado nunca, y no por culpa suya, superar el pesimismo de su mirada. Son estas palabras un homenaje no sólo personal sino también, por mi intermedio, del Instituto Ravignani, un homenaje, en suma, a uno de los mayores talentos de la cultura argentina de los últimos tiempos.
José Carlos Chiaramonte
Enero de 2015
Tulio Halperin, una breve semblanza
Por José Carlos Chiaramonte
Texto leído en el Panel de la entrega del Premio Kalman Silvert a Tulio Halperín, Congreso de LASA 2014; Chicago, 23 de mayo de 2014.
Quiero agradecer a los organizadores de esta mesa la invitación a participar en ella. Pero debo advertir que sería para mí muy difícil hacerlo sin introducir los ecos de mi larga amistad con Halperin, una amistad, es cierto, no exenta de alguna que otra querella historiográfica. Por lo tanto, permítanme iniciar esta exposición con algunos breves recuerdos personales.
Cuando en 1961 concurría a la cátedra de Historia Social de José Luis Romero, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, para realizar estudios de posgrado, en el entorno de Romero comenzaba a brillar un joven historiador, Tulio Halperin Donghi, que compartía, con otras figuras luego también destacadas, una común apertura a las tendencias renovadoras de la historiografía europea en la segunda posguerra, especialmente la encarnada en la Escuela de los Annales. En esa atracción había mucho de seria voluntad de mejorar la historiografía argentina pero también un poco de tributo a la moda académica, pues, como recordaba el periódico francés Le Nouvelle Observateur, en 1982, en una entrevista a Georges Duby, la escuela de los Annales, junto al Renault 5 y el agua de Perrier, era uno de los mejores productos de exportación franceses.
Predominaba entonces la concepción de una Historia Social caracterizada por la preeminencia de la Historia Económica, al punto que muchos de los cultores de las nuevas tendencias se inclinaban a subsumir en ella el conjunto de la Historia. No era éste el caso de Halperin. Con una personal concepción del oficio de historiador, sus trabajos eludían el encierro en la historia económica y, además, sin descartar las inferencias que se podían hacer desde lo económico, tendían a reconstruir el conjunto de lo ocurrido en el pasado sin encerrarlo en el marco de algún esquema de interpretación previo.
Me parece oportuno citar aquí, como ilustración de lo que acabo de decir, un breve párrafo extraído de su libro dedicado a la tradición política española en la revolución del Río de la Plata, publicado en 1961, que es toda una profesión de fe historiográfica:
"Los hechos históricos -escribía Halperin- no serán ya explicados por una realidad esencial, sea ella natural o metafísica, sino -más modesta pero también más seguramente- por la historia misma." (1)
En el nuevo Prólogo para la “edición definitiva” de Revolución y guerra... que acaba de aparecer en estos días en Buenos Aires, Halperin recuerda que cuando acometió el trabajo de escribir ese libro habría podido resumir su criterio historiográfico con una frase de Lucien Febvre: “en ciencias del hombre no hay disciplinas, [sólo] hay problemas.”(2)
Estas observaciones de Halperin son reveladoras de una constante de su obra, su rechazo de todo "marco teórico", "modelo", o como queramos llamar a la presunción de la posibilidad de organizar los datos en torno a esquemas preconcebidos. Si bien se mira, ellas implicarían también una concepción según la cual la Historia, a diferencia de otras disciplinas de las ciencias sociales y de las Humanidades, que constituyen accesos parciales a la vida social, sería una disciplina que abarca la totalidad de la misma.
Al respecto, recordaba yo recientemente que
"En nuestras primeras etapas profesionales la cultura argentina, y no sólo argentina, estaba fuertemente influida por corrientes que postulaban, por razones éticas, una estrecha y necesaria vinculación de la Historia con los intereses de un sujeto colectivo que según la postura política o ideológica adoptada, era concebido como ‘el pueblo’, ‘el proletariado’ o ‘la nación’. [...] Esta postura dio lugar a diversas manifestaciones, muchas de las cuales forman parte de lo que en otro lugar denominamos ‘malversación política de la Historia’.” (3)
La postura historiográfica de Halperin en cambio, ha sido caracterizada por su constante polémica con interpretaciones dogmáticas del pasado. Es de notar al respecto su crítica incisiva a visiones ingenuas que adscriben los personajes históricos a esas inexistentes clases sociales, las de los buenos y los malos. Como también su incesante demolición de interpretaciones fundadas en esquemas destinados a establecer relaciones directas entre grupos económicos y tendencias políticas.
Difícil sería enumerar aquí todos los trabajos con que Halperin contribuyó de manera sobresaliente a renovar la labor historiográfica en la Argentina de la segunda mitad del siglo XX. Sus obras más conocidas, como Revolución y guerra, Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla (1972) o Proyecto y construcción de una nación... (1980) son cabal reflejo de esa labor. Pero también es importante tener presente que muchos de sus más originales y decisivos aportes a esa renovación fueron formulados en trabajos de extensión media, como, entre otros, “El Río de la Plata a comienzos del siglo XIX” (1961), “La expansión ganadera de la provincia de Buenos Aires” (1963) o “El surgimiento de los caudillos en el cuadro de la sociedad rioplatense post- revolucionaria” (1965). Trabajos en los que organizaba de manera talentosa los datos de su compulsa de fuentes primarias con una inteligente relectura de la obra de viejos historiadores nacionales o locales.
Recuerdo que al reseñar en 1985 su libro Reforma y disolución de los imperios ibéricos..., escribí que, como en otras de sus obras que trascienden el marco nacional, tal como la Historia contemporánea de América Latina (1969), resaltaba en ese libro la “notable capacidad suya de reunir la información actualizada sobre los distintos planos del desarrollo histórico, compararla, y juzgar de la validez de las interpretaciones existentes, así como establecer o sugerir otras”. Añadía entonces que en ese libro era de destacar “la atención al flujo de informaciones de la historiografía latinoamericana de los últimos años [...] unida a la capacidad de confrontarla y analizarla en conjunto.” Y agregaba que quien conociese los trabajos de historia argentina del autor podría comprobar que esa atención a los avances del conjunto de la historiografía latinoamericanista “era una de las condiciones de sus mejores logros en ese otro campo, el de la historia nacional, tan empobrecido en toda América Latina por las limitaciones localistas del interés de los historiadores.”(4)
Es cierto que el estilo de Halperin suele complicar su lectura. Recuerdo haber afrontado el reclamo de un alumno por lo difícil que le resultaban algunos párrafos de Revolución y Guerra, recordándole el viejo precepto de que todo autor que vale la pena merece más de una lectura y, asimismo, la breve advertencia de Rousseau a uno de los capítulos del Contrato Social: “Pido al lector que lea lo que sigue con atención, porque no conozco el arte de ser claro para quien no quiera ser atento.” Esa dificultad es mayor cuando se trata de lectores anglosajones, acostumbrados a shorts words y shorts sentences, para los cuales las extensas oraciones pobladas de subordinadas pueden resultar es cierto, algo complicado (y no sólo para los anglosajones...). Con un padre que fue destacado latinista en la enseñanza superior en Buenos Aires, y por el hecho de haber sido bautizado como Tulio, podríamos inferir que debe haberle sido tentador inclinarse más hacia el autor de las Catilinarias que al de la Guerra de las Galias. Sin embargo, es de advertir que esa modalidad de su escritura no expresa otra cosa que la vivacidad de un pensamiento esquivo de los esquemas y ansioso de reflejar en un solo párrafo la complejidad de los acontecimientos históricos, riesgoso objetivo que algunas veces puede haberle sido difícil de obtener apropiadamente, sin por eso malograr la calidad del trabajo.
Y para concluir, quisiera citar también el párrafo final de aquella reseña en la que creo haber dado cuenta de otro de los secretos del peculiar estilo de Halperin, al referirme a su constante intención polémica:
“...Una polémica continua: con viejas interpretaciones ya superadas por el avance de la investigación, con nuevas interpretaciones insuficientes para dar cuenta del conjunto de los datos en juego, con las transferencias de esquemas derivados de análisis doctrinarios sin sustento historiográfico real -sobre todo los provenientes de izquierdas y derechas latinoamericanas, con las cuales se deleita la vena satírica del autor- y, creemos advertir también, hasta una sutil polémica consigo mismo. Pues uno de los rasgos más característicos, y más valiosos, de Halperin, es la continua inquietud del pensamiento en permanente búsqueda de romper la cristalización del saber.”