El 1° de enero de este año falleció a los 72 años Carlos Andrés Escudé Carvajal, destacado especialista argentino en política exterior. Su muerte es una más de las causadas por la epidemia de Covid 19, y en su caso particular adquiere características aún más dolorosas pues fue al término de una agonía de casi cuatro meses, y tres meses después de la muerte de su esposa, Mónica Villgré La Madrid, también debida a la misma causa (Mónica y Carlos se contagiaron y fueron internados juntos).
No es mi intención hacer una reseña académica detallada de su trayectoria: no soy un especialista en ciencias políticas (y mucho menos en política exterior); para ello hay personas mucho más idóneas profesionalmente que yo, y los datos generales de su biografía se pueden consultar en internet; sus colegas han analizado, con motivo de su fallecimiento (y mucho tiempo antes), la gran calidad y originalidad de su obra. Basta comentar que se graduó en sociología en la Universidad Católica Argentina en 1973, se doctoró en ciencias políticas en la Universidad de Yale en 1981 (después de haber llevado a cabo estudios de posgrado en Oxford antes de su traslado a Yale), y había sido investigador del Conicet hasta su jubilación en 2015. Pero como amigo personal de Carlos (y de Mónica) durante casi cuarenta años, querría hacer algunas consideraciones personales sobre él que pueden ser útiles como complemento de una biografía más inclinada a su producción intelectual.
Carlos era un provocador intelectual. Estaba dispuesto a plantear los problemas desde el ángulo más políticamente incorrecto posible, incluso sin que ese planteo representara exactamente su posición, con el fin de discutir, repensar, y obligar a sus interlocutores a repensar ellos también, dichos problemas; esa característica es siempre motivo de recuerdo y admiración por parte de muchos de sus alumnos en las diversas instituciones donde dio clases, tales como la Universidad del CEMA (UCEMA), la Universidad Torcuato di Tella (UTDT) y el Instituto del Servicio Exterior de la Nación (ISEN). Eso le causó más de un disgusto, dado que además a veces se extralimitaba, posiblemente en forma innecesaria. Pero discutir con él, dado su enorme profesionalismo (que muchas veces era desestimado o pasaba desapercibido para el público en general -le encantaba ser figura pública- debido justamente a su estilo confrontativo y exuberante), su amplísima cultura y la solidez de sus argumentos, enriquecía siempre a cualquiera que los escuchara (e incluso que los refutara, lo cual también era posible, porque no siempre tenía razón, por supuesto). Y si bien es cierto que a veces se extralimitaba, no debe confundirse eso con las veces (muchas) en que su posición no era de extralimitación sino de honestidad intelectual, al violar consensos que demostraba falsos, o se basaba en planteos desde una perspectiva inusual, o alejada del nacionalismo; todavía recuerdo las pintadas amenazadoras en su contra en la época de Alfonsín, porque se animaba a opiniones sacrílegas sobre las Malvinas o simplemente partidarias de la mejor relación posible con Chile, y las fotos que Carlos me mostró muerto de risa delante de dichas pintadas (que no lo asustaban, o si lo asustaban el susto era mucho menor que la satisfacción por irritar a sectores a su juicio muy perjudiciales para el progreso del país). Al respecto, recuerdo cuando en 1990 me regaló su flamante libro sobre la educación patriótica argentina, El Fracaso del Proyecto Argentino: Educación e Ideología, con su agudo análisis de cómo desde principios del siglo pasado se inculcaba en las escuelas primarias argentinas una educación patriótica “fundamentalista”, ratificada, por supuesto, con mucho entusiasmo, por los militares de 1930 y los gobiernos que los sucedieron: recuérdese que sólo en 1983 había terminado el ciclo militarista argentino comenzado en 1930 (y todavía no se estaba seguro de que había terminado, las sublevaciones de Semana Santa de 1987 y posteriores ponían en tela de juicio tal conclusión) y -en mi opinión- al término de dicho ciclo era muy difícil continuar con dicha educación patriótica, que hacía agua por todos lados, y era -y es- muy difícil encontrar un camino razonable y coherente de reemplazo.
En 1983 Carlos publicó Gran Bretaña, Estados Unidos y la Declinación Argentina, 1942-49, varias veces reeditado; en esencia, la tesis del libro -esencialmente un corolario de su tesis de doctorado en Yale- es que efectivamente, debido a la actitud argentina de neutralidad durante la segunda guerra mundial, Estados Unidos perjudicó significativamente a la Argentina en la posguerra. No es mi intención analizar dicha tesis, sino comentar cómo Carlos me contaba lo fascinado que estaba cuando, al estudiar en Gran Bretaña y en Estados Unidos los archivos con documentación relacionada con su tesis (y futuro libro), comprobaba que sus ideas anteriores a las consultas a dichos archivos eran equivocadas, y cómo en lugar de fastidiarse al comprobar que había estado equivocado, se sentía intelectualmente satisfecho de tener después de dichas consultas un conocimiento más sólido -y más defendible- de lo que había pasado en realidad, que, naturalmente, había tenido una influencia notable en el devenir de nuestro país. Como producto adicional de sus investigaciones al respecto, cabe mencionar el valioso material que donó a la Universidad Torcuato di Tella, y que forma la colección Carlos Escudé, “compuesta por documentos provenientes de las United States Central Files for Argentina, de la Central Intelligence Agency (CIA), del Office of Strategic Services, y de los archivos militares de los Estados Unidos que abarcan un extenso período, desde el siglo XIX hasta 1976, entre otros”, como figura, redactado por Carlos, en el portal de internet de dicha colección en la UTDT. En ese mismo portal Carlos aclara: “...el presente y el futuro se emparentan con el pasado, que es prólogo del porvenir, la previsión exige el estudio del pasado. No es sólo por afición erudita o por necesidad identitaria que se bucea en procesos pretéritos, sino porque, para aumentar las probabilidades de éxito en la instrumentación de una política, es imperativo comprender qué fue lo que en el pasado condujo al éxito y al fracaso”.
Su sensación de que, justamente, la política exterior argentina, o al menos buena parte de ella, condujo al fracaso y no al éxito, dio origen a su enfoque del realismo periférico, que en esencia significaba que había que evitar la confrontación con la mayor potencia del momento (cuando Carlos formuló la teoría, era Estados Unidos; es interesante observar que en la última década se inclinó un poco -con los mismos argumentos- hacia China; el tiempo dirá si su “apuesta” era correcta) sin que eso significara, si se procedía inteligentemente, una pérdida total de capacidad de independencia y negociación; esta posición podía parecer cínica, incluso humillante para nuestra soberanía. Lo que creo que tiene que quedar claro, después de infinitas conversaciones con Carlos, y de numerosos artículos y acciones suyas, es que, por el contrario, Carlos estaba preocupado, casi se podría decir desesperado, por la declinación argentina, que atribuía a una sistemática y continua toma de decisiones equivocadas por parte de la clase dirigente argentina, cualquiera fuera ella (y, según él, en buena medida esas malas decisiones tenían mucho que ver con el tipo de educación patriótica que habían tenido quienes las tomaron); Carlos sostenía que sus tesis, puestas en práctica, podían contribuir a revertir dicha declinación. En algún sentido, tal vez un tanto laxo, puedo asociar el pensamiento de Carlos al famoso planteo de Max Weber respecto de la ética de las convicciones y la ética de las responsabilidades. Sospecho (y ésta es mi deducción, no es algo que Carlos manifestara explícitamente, al menos que yo sepa) que Carlos pensaba que la ética de las convicciones de muchos dirigentes de nuestro país nos había llevado al abismo (a esa decadencia, que tanto lo indignaba) con sus permanentes decisiones erróneas, y la ética de las responsabilidades exigía enfoques como el suyo. Por supuesto que esto es discutible, pero lo que es seguro es que el enfoque de Carlos no se puede descartar así como así, como si consistiera de ideas absurdas: es sólido, muy documentado, muy bien argumentado, y -en sus documentos publicados- muy bien escrito en un castellano correctísimo, lo cual no es tan común últimamente (y también en un inglés correctísimo, cuando el trabajo estaba escrito en ese idioma).
La Historia general de las relaciones exteriores de la República Argentina, obra ciclópea de la cual Carlos y Andrés Cisneros fueron los editores, es un documento de referencia prácticamente obligatorio sobre el tema, y permite además comprobar el fino sentido del humor de Carlos (y de Cisneros), No resisto la tentación de citar el comienzo del capítulo primero de dicha obra monumental que, por otra parte, se puede consultar libremente en internet gracias a las gestiones de sus autores:
Si un extraterrestre estudioso pero desprevenido y algo ingenuo fuera a aterrizar en el hemisferio occidental terráqueo, y emprendiera el estudio de los manuales escolares de geografía de los países hispanoparlantes de la América del Sur, al llegar a los capítulos generalmente nominados de "geografía histórica" comprobaría que casi todos estos países registran enormes pérdidas territoriales a lo largo de su historia. Si su curiosidad intelectual lo llevara a comparar y sumar las pérdidas de cada uno de ellos, se enfrentaría al asombroso descubrimiento de que dicha suma es varias veces mayor a la masa continental de la América meridional, segura señal de que un agujero negro de la historia chupó territorios, o de que los terráqueos de esta parte del planeta sufren de algún desconocido trastorno mental.
O sea, Escudé tenía en claro que el nacionalismo declamatorio no era característico exclusivamente de nuestro país. (Visto desde el punto de vista de un graduado en ciencias exactas y naturales, como yo, se podría decir que, si tales pérdidas territoriales fueran ciertas, se violaría un principio de conservación de la física clásica.)
Por último, no querría dejar de mencionar su mentada conversión al judaísmo. Cuando Carlos se convirtió al judaísmo, algunos pudieron pensar que era una actitud superficial, y que no había nada detrás. Nada de eso. Su conversión fue muy firme, incluyó circuncidarse (que, a su edad, implicó una pequeña operación) y se tomó dicha conversión muy en serio, como parte de su búsqueda religiosa. Más de una cena en la que participé comenzó más tarde -o él se hizo presente más tarde- cuando tenía que participar antes en un oficio religioso judío al cual se había comprometido. Incluso escribió un libro explicando su decisión, y más de una vez me comentó que estaba seguro de que su apellido materno -Carvajal- era de origen judío, o sea según un enfoque de algunos grupos judíos no se convirtió sino que regresó a las fuentes. En su activa participación en el Seminario Rabínico Latinoamericano confluyen su interés religioso y su interés científico, como pueden dar cuenta muchos de los participantes en algunos de los seminarios que allí ofreció.
En el sentido homenaje virtual que se le hizo el 31 de enero pasado, los expositores enfocaron todas las facetas de la vida de Carlos: su calidad como investigador, su constante interés en contribuir a develar los atentados contra la Embajada de Israel y contra la sede de la AMIA -y su denuncia de boicot a dicha investigación tanto por parte del gobierno como por parte de algunas autoridades de las instituciones judías-, su interés por el judaísmo y su brillantez y apasionamiento como profesor. Sin ánimo de resumir dicho homenaje, no puedo dejar de citar, como cierre de este recordatorio, las palabras de Juan Gabriel Tokatlian en dicho homenaje virtual: era uno de los pocos que podemos considerar “scholar”: estudioso y erudito.
Pablo M. Jacovkis
Universidad Nacional de Tres de Febrero y Universidad de Buenos Aires
11 de febrero de 2021