Instituto de Tecnologías del Hidrógeno y Energías Sostenibles (UBA-CONICET)
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Ingeniería química, hidrógeno, procesos catalíticos, tecnología, planta piloto. Key words: chemical engineering, hydrogen, catalytic processes, technology, pilot plant. .
Nací un 24 de enero de 1948 en Lomas de Zamora, un día muy caluroso según contaba mi madre. Me crié en la casa de mis abuelos maternos, donde vivíamos mis abuelos, mis padres, mi hermana mayor y yo. Mi padre fue periodista de joven y luego comerciante, mi madre trabajaba en la Junta Nacional de Granos y era profesora de piano, mi abuelo tenía un buen cargo en el Banco Español y mi abuela, una gallega de carácter, era la “jefa” de la casa. Todos tenían estudios primarios, de modo que mi hermana, médica pediatra y yo, químico, fuimos los primeros universitarios de la familia.
Hice mis estudios primarios y secundarios en la Escuela Normal Nacional Antonio Mentruyt de Lomas de Zamora, la mejor escuela pública de la zona sur y que tenía la particularidad para la época, de ser mixta. Ocupaba toda una manzana, era una construcción típica de las escuelas construidas durante los gobiernos peronistas y tenía entre otras cosas, un gimnasio cerrado con piso de parquet, vestuarios, una cancha de fútbol, un patio enorme, laboratorio de química y física, sala de música.
Practicábamos vóley, fútbol y básquet. Pero lo más importante de esa escuela eran los profesores, cualquiera fuese la asignatura. La escuela sigue funcionando pero, lamentablemente, sin la excelencia que supo tener mientras yo fui alumno. Egresé en 1965 con el título de bachiller. Yo no tenía muy claro que carrera seguir; en principio con mi amigo y compañero Adolfo comenzamos a estudiar por nuestra cuenta libros de Ciencias Económicas para seguir la carrera de contador. Muy pronto nos dimos cuenta que no era para nosotros. Adolfo terminó estudiando ingeniería y yo química.
Siempre me pregunté por qué razón yo había elegido química. Si bien tuve excelentes profesores de química, también eran excelentes los profesores de literatura, historia, geografía y matemática. Muchos años después creo que encontré la respuesta en mis sesiones de terapia. Siendo adolescente era callado y muy tímido, especialmente con el sexo opuesto y rehuía las reuniones, las fiestas y en general todo encuentro donde había más de 5 personas.
Los átomos y las moléculas significaban un mundo particular, silencioso, no te interpelaban ni te hablaban.
Otra decisión importante fue la elección de la universidad. En aquélla época se podía hacer el curso de ingreso a la UBA simultáneamente con el último año del bachillerato. Yo iba a la escuela por la mañana y por la tarde tenía que viajar a la calle Perú donde se dictaba el curso de ingreso. Comencé a ir para ver qué pasaba pero fundamentalmente porque también iba una compañera de colegio de la cual yo estaba perdidamente enamorado, aunque ella por supuesto no lo sabía.
A poco de andar desistí por varias razones, que resultaron más fuertes que mi enamoramiento, que evidentemente no lo era tanto: la primera fue la soberbia y hostilidad de los docentes de la UBA; la segunda porque me estaba perdiendo el mejor año de la escuela secundaria, el último. Y finalmente evalué que la carrera de química se iba a dictar en Ciudad Universitaria, en la zona norte de la Capital. Yo vivía en el sur del Gran buenos Aires. Tenía tanto o más tiempo de viaje que si iba a la Universidad de La Plata. Allí la Facultad de Ciencias Exactas, en aquella época se llamaba de Química y Farmacia, estaba a tres cuadras de la estación de trenes y yo vivía a dos cuadras de la estación de Lomas de Zamora. En aquellos tiempos los trenes a La Plata funcionaban muy bien y en menos de una hora y media estaba en la facultad. Además el curso de ingreso se dictaba en los meses de verano y no tenía que perder un año. No lo dudé. Y no me arrepiento en absoluto.
En esa Facultad, el primer día de clases del curso de ingreso, una mañana de febrero de 1966, nos recibió en el Aula Magna el Dr. Caferra. Sus palabras de bienvenida fueron la antítesis de las que (no) había recibido en la UBA. Una vez aprobado el curso de ingreso en abril comenzamos las clases de primer año con mucho entusiasmo que poco duró porque en junio de ese mismo año fue derrocado por los militares el Dr. Illia y asumió el dictador Onganía que dispuso el cierre de la Facultad, que apenas pocos meses después reabrió sus puertas.
En la Universidad de La Plata el golpe de Estado del 66 no tuvo la dimensión ni la repercusión que si tuvo en la Universidad de Buenos Aires. Más aún, algunos profesores renunciantes del Departamento de Industrias de la Facultad de Ciencias Exactas, terminaron incorporándose como docentes al Departamento de Tecnología Química de la Facultad de Química y Farmacia de la UNLP.
Hubo una asignatura que marcó mi carrera y que se dictaba en el segundo año: fue Química Inorgánica (en aquella época el plan de estudios solo contemplaba materias anuales). El profesor era el Dr. Pedro J. Aymonino, y el plantel de docentes auxiliares era un lujo: por nombrar a algunos Olabe, Blesa, Baran, Vareti, Gentile, Borrajo. Era una materia filtro, no obstante apenas hubo una vacante como ayudante alumno me anoté y me dieron el cargo.
Si como alumno había aprendido un montón, como ayudante, aprendí mucho más en un clima de trabajo muy agradable. Aymonino daba sus clases teóricas a primera hora de la tarde, con el aula magna a oscuras ya que utilizaba dianegativas para explicar la ecuación de Schrödinger a alumnos de segundo año!!. Su gran mérito fue haber creado una cátedra inolvidable, al menos para mí, con un grupo de jóvenes que eran excelentes químicos y mejores personas.
Luego de cuatro años de estudio debíamos elegir “la orientación”, entre Analítica, Fisicoquímica, Orgánica y Tecnología. Elegí esta última, tal vez por el aspecto aplicado que se podía deducir de su nombre y por su semejanza con la carrera de ingeniería química. Tal era su similitud que pocos años después la orientación desapareció, tanto en la UNLP como en la UBA.
Estábamos en 1969. Pocos años antes había aparecido en EE.UU. el libro “TransportPhenomena” de Bird, Stewart y Lightfoot, que revolucionó la ingeniería química, ya que analizaba los fenómenos de transferencia de cantidad de movimiento, calor y masa con un enfoque microscópico. Hizo de la ingeniería química una disciplina conceptual y mucho menos empírica de lo que era. No obstante la obra, al menos en su primera edición, era poco amigable. Había que familiarizarse con la ecuación de cantidad de movimiento en tres dimensiones y en estado transiente. No era fácil. Los profesores, Calvello y Gottifredi, al mismo tiempo que aprendían debían dictarla.
Recuerdo las clases en el aula del Departamento de Ingeniería Química que tenía un pizarrón tan ancho como el aula, donde apenas cabía la ecuación completa de Navier-Stokes. Con mi compañero de estudios, Julio Goldenberg, nos planteamos más de una vez si no debíamos cambiar a una orientación más afín con la química. Nos salvaron los docentes de esa asignatura: Bidner, Roberto Williams y Sosa, que con mucha paciencia nos ayudaban a desentrañar el significado de cada término de las ecuaciones diferenciales.
Una vez superada esa asignatura, el resto fue más accesible. Todos los profesores que tuve en Departamento de Tecnología fueron muy cordiales, muy dedicados a la enseñanza y la mayoría eran docentes con dedicación exclusiva. Me recibí en el tiempo previsto de cursada. Debía hacer el servicio militar ya que había pedido prórroga por ser estudiante. Afortunadamente me salvó una ley de amnistía dictada en 1972 que exceptuaba del servicio a los ciudadanos de la clase 48 que, por cualquier motivo, no lo hubiesen hecho hasta la fecha. Son leyes que se dictan cada 90 años. Tuve suerte.
Me casé y tenía que pensar en mi futuro. De la empresa Ducilo, ubicada en Berazategui, me habían hecho una oferta laboral muy tentadora. Pero por otro lado yo quería seguir aprendiendo y hacer la tesis doctoral. Había analizado dos posibilidades: hacerla con el Dr. Figgini en el INIFTA en el área de polímeros (en ese momento yo era docente en Química Inorgánica y estaba en contacto con muchos fisicoquímicos) o quedarme en Tecnología Química y hacerla con Cunningham en el área de cinética catalítica y diseño de reactores. Ambos temas eran muy interesantes pero Cunningham había sido mi profesor en Diseño de Reactores y había sido realmente muy bueno. Decidí quedarme en el “sótano” de la Facultad, que era el lugar donde funcionaba Tecnología Química.
Mi tema de tesis fue “Eliminación catalítica simultánea de monóxido de carbono y dióxido de azufre”. Obviamente mis reactivos eran monóxido de carbono y dióxido de azufre, pero en aquella época nadie se preocupaba demasiado por “el riesgo laboral”. A lo sumo había un canario en una jaula, si el canario se quedaba quieto por un cierto periodo había que salir corriendo del laboratorio. Sobreviví a los experimentos del laboratorio y con un conjunto importante de datos bajo el brazo,a partir de los cuales tenía que obtener los parámetros cinéticos. El problema era cómo.
Hubo un periodo de desorientación hasta que apareció el Ing. Oscar Quiroga (el Lalo para los amigos) más salteño que las empanadas, que acababa de hacer una estadía en Italia y había vuelto con un programa bajo el brazo llamado REGRE. Con la generosidad que siempre caracterizó al Lalo lo ofreció a toda la comunidad científica y en mi caso particular se pasó dos semanas en La Plata poniendo a punto el programa para mi sistema de ecuaciones.
Cabe recordar que en esa época no existían las PC y teníamos que usar la computadora del Centro de Cálculos, había que pedir turno y reproducir el programa en las célebres tarjetas perforadas. Un solo error en las más de 500 tarjetas era suficiente para que el programa no corriera y después de varios días de espera solo se obtenía un mensaje de “error syntax” y vuelta a empezar. Así y todo lo logramos y me pude doctorar a fines del 1976 con el pomposo título de Doctor en Ciencias Químicas, Orientación Tecnología Química, en un clima de violencia política muy marcado en la ciudad de La Plata. Recientemente la triple A había asesinado en plena calle a dos funcionarios de la universidad.
En marzo de ese mismo año se produjo el golpe de estado del 24 de marzo y volvieron a cerrar la Facultad. Para ese entonces ya era docente en una asignatura del Departamento de Tecnología Química del último año con pocos alumnos. El profesor de la cátedra, Pereira, consideró que no había que interrumpir el ciclo lectivo y terminamos dando clase en su casa. A los pocos meses la Facultad volvió a abrir con un decano interventor de nombre Carroza. El Comedor Universitario, en cambio, permaneció cerrado durante toda la dictadura y años después sus instalaciones, reconvertidas, fueron ocupadas por la Facultad de Odontología. Un mínimo grado de coherencia tenían.
Ya en quinto año yo usufructuaba una beca de estudiante y un cargo de ayudante de segunda; cansado del viaje en tren y luego de hacer algunos cálculos económicos y con el acuerdo de mis padres, decidí mudarme a La Plata, a un PH ubicado en la calle 43 y que compartía con otros cinco estudiantes de química, aunque después llegaron uno de astronomía y otros de matemática.
En ese departamento de la calle 43 se reunía la cúpula de la FJC de La Plata, funcionaba también como base de los campamentos de verano que todos los años organizábamos, siempre con destino al sur, desde el Centro de Estudiantes. Gracias a estos campamentos, en los que participaban no menos de 30 personas y que se organizaba con todo detalle desde, precisamente, el departamento de 43, conocí lugares maravillosos del sur patagónico.
El 4 de febrero de 1977 ingresan por la mañana un grupo de hombres de civil armados y secuestran a mi esposa Adriana, embarazada de 7 meses. Yo estaba en la Facultad y cuando me avisaron y regreso, me secuestran también a mí. Me introdujeron en un Ford Falcon con las manos atadas a la espalda y una venda en los ojos. Previamente en diciembre de 1976 habían secuestrado a uno de mis compañeros de 43, Carlos De Francesco a quien todos le decíamos Fifo.
Así comenzaron los casi 90 días más terribles de mi vida. Solo diré que fui testigo de torturas, secuestros de bebés recién nacidos, secuestro de criaturas, de la crueldad de los policías y de los militares del circuito Camps que nos custodiaban. Conviví ese cautiverio con al menos 40 personas que no aparecieron nunca más. Los detalles de ese breve pero intenso periodo están reflejados con detalle en el diario del Juicio a las Juntas Militares y en el Nunca Mas [1, 2].
El 28 de abril a medianoche me dejaron en libertad junto con Fifo, Mario Feliz que también vivía con nosotros y que había sido secuestrado el mismo 4 de febrero,en las afueras de La Plata y a mi mujer Adriana con una beba de 15 días en sus brazos en Temperley, enfrente de la casa de sus padres. Nuestras familias, a través de una prima mía que era vecina de un pastor de la iglesia evangélica alemana, habían conseguido un par de becas para Adriana y para mí para que nos fuésemos a la Universidad de Böchum en Alemania. Luego de toda una noche de análisis decidimos rechazar el ofrecimiento, dejar la ciudad de La Plata, mudarnos a Temperley y empezar una nueva vida.
Teniendo en cuenta la violencia de esa época, nos podíamos considerar afortunados: nos liberaron, nos dejaron a mi tercera hija y no se habían llevado a los otros dos. No era poca cosa en esos momentos. Las autoridades de la Universidad de aquella época me reclamaron un certificado policial para justificar mi ausencia. Obviamente no fui a reclamarlo, de modo que el decano Carroza y el rector Gallo me echaron por “ausencias injustificadas”. Con el retorno de la democracia, la UNLP me reincorporó con un cargo “ad-honorem”.
Este episodio altamente traumático marcó mi carácter y mi concepción sobre la importancia relativa de las cosas y de los acontecimientos. Al mismo tiempo me obligó a tomar una decisión que no estaba en mis planes: irme del CINDECA y de La Plata. Si bien las cosas posteriormente se enderezaron profesionalmente, en lo personal lamento hasta el día de hoy haber dejado la Universidad de La Plata.
Nunca olvidaré el recibimiento cálido y emocionado de mis compañeros del CINDECA y la generosa actitud del Dr. Ronco, fundador y director del CINDECA, que me recibió en su oficina y me dijo que me iba a dar un contrato hasta tanto decidiese mi futuro. Como contraprestación yo debía ir a trabajar al Laboratorio que YPF tenía en Florencia Varela en un proyecto que estaban llevando a cabo el CINDECA, la UBA e YPF sobre el proceso de producción de hidrógeno por reformado de gas natural con vapor. Comenzó una relación con YPF que se mantiene hasta el día de hoy.
Antes del secuestro yo había presentado los papeles para ingresar al CONICET, y al contrario de lo que había ocurrido en la universidad, me encontré con la grata sorpresa de que mi solicitud había sido aprobada. No obstante, solicité postergar mi ingreso y busqué trabajo en la industria privada. Finalmente, un compañero de estudios, Emilio Salellas, dejaba su cargo de Jefe de Laboratorio en Rhodia y me recomendó. Un gesto notable de Emilio porque en esos tiempos éramos sospechosos porque nos habían secuestrado pero también lo éramos porque nos habían dejado en libertad. Lo mismo puedo decir de Miguel Languasco que me consiguió un cargo docente en la UTN de Buenos Aires.
A los seis meses los franceses de Rhodia resolvieron cerrar su planta de Quilmes, trasladar todo a Campinhas, Brasil y dejarnos a todos en la calle. Decidí entonces que la industria privada no era para mí (unos años después recibí una muy tentadora oferta de Pepsi Cola, la que rechacé cuando rememoré la situación vivida en Rhodia) y comencé a buscar un lugar donde ejercer mi cargo de CONICET. Roberto Williams me abrió las puertas del recientemente creado INTEMA, Susana Bidner me ofreció un lugar en su grupo pero finalmente opté por trabajar en el Departamento de Industrias de la Universidad de Buenos Aires, en el grupo que había comenzado a formar Norberto Lemcoff, quien muy generosamente me ofreció un lugar.
Norberto acababa de regresar de una estadía en Londres y nos habíamos conocido en La Plata porque ambos habíamos hecho la tesis con Cunningham. El PINMATE se estaba gestando como un programa del CONICET. Yo comencé a trabajar en un proyecto entre el Laboratorio de YPF en Florencio Varela, la UNLP y la UBA cuyo eje temático era la producción de hidrógeno por reformado de gas natural.
Deseo destacar, a esta altura del relato, como ya lo hice con Ronco, Salellas y Languasco, y teniendo en cuenta el contexto de aquellos años, la actitud generosa de Roberto Williams, Susana Bidner y Norberto Lemcoff.
En 1980 obtuve una beca de CONICET para irme a trabajar un año a los laboratorios que el Instituto Francés de Petróleo tenía en Rueil Malmaisson, en los alrededores de París. El año se redujo a seis meses porque mi esposa había conseguido empleo en una empresa privada y no me podía acompañar.
Allí trabajé en la producción de hidrógeno por reformado de metanol bajo la dirección del Ing. André Sugier. Haber trabajado en una empresa dedicada al desarrollo de tecnología fue una experiencia muy enriquecedora. Allí se hacía investigación de primer nivel con un objetivo preciso. El proyecto se iniciaba en los laboratorios de Rueil Malmaisson, si los resultados eran alentadores pasaban a las plantas escala banco ubicadas en un edificio vecino.
Si el proyecto seguía siendo prometedor hacían el análisis económico y si éste resultaba positivo pasaban a las plantas escala piloto que tenían en Lyon. El jefe del proyecto era siempre el mismo. Ya en 1980 el IFP estudiaba la producción de hidrógeno por reformado de alcoholes.
Volví a Buenos Aires y siguiendo la profecía de Varsavsky [3] monté un equipo para estudiar la producción de hidrógeno por reformado de metanol. Al poco tiempo comenzaba a codirigir mi primera tesis doctoral, junto con Lemcoff, sobre el análisis de un reactor slurry en la reacción de oxidación del SO2 (otra vez!) en presencia de carbón activado como catalizador. Norma Amadeo era la tesista, y que varios años después sería mi segunda pareja.
Había conseguido un cargo de profesor adjunto interino simple en el Departamento de Industrias de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales y dictaba una asignatura optativa. Recuperada la democracia las nuevas autoridades de la Facultad de Ingeniería me hicieron una oferta que no podía rechazar: un cargo de profesor asociado dedicación exclusiva en el Departamento de Ingeniería Química (que funciona en el mismo edificio que el Departamento de Industrias) para la asignatura de Diseño de reactores, asignatura en la que estoy desde aquellos tiempos.
Para la misma época el CONICET había abierto una convocatoria de proyectos internacionales con universidades españolas, las típicas del CONICET en donde solo se cubren los viajes y los viáticos. Observo en el listado que aparecía la Universidad del País Vasco con un tema sobre catalizadores de cobre. Yo estaba trabajando con esos catalizadores en la reacción de conversión de CO y teniendo en cuenta mis orígenes decidí escribirle al jefe del grupo vasco el Dr. Juan Ramón González Velasco. Me respondió positivamente, elaboramos un proyecto, nos presentamos y nos lo concedieron. Se inició, con ese proyecto, una relación muy fructífera en lo laboral pero que trascendió largamente ese objetivo y se convirtió en una amistad profunda y que permanece en el tiempo.
Posteriormente, me invitaron a participar de un contrato con el Ente Vasco para estudiar las posibles aplicaciones del gas natural como materia prima en la región y en 1992 pasé mi año sabático con ellos. Pude conocer la cultura del pueblo vasco, disfrutar de su hospitalidad, de los hermosos paisajes, de su exquisita cocina y por supuesto del excelente instrumental y equipamiento de esa universidad que, para mi envidia, recibía subsidios del gobierno español, del gobierno vasco y de la diputación de Vizcaya.
Promediando la década del 90, habíamos establecido una cooperación sobre etanol como materia prima, con la Universidad Central de Las Villas ubicada en la ciudad cubana de Santa Clara, la ciudad del Che. Mi par cubano. Erenio González, me comenta, en una de sus visitas a Buenos Aires que necesitaba ubicar a uno de los coordinadores del CYTED, un argentino que se llamaba Roberto Cunningham y que trabajaba en el Instituto Argentino del Petroleo.
Yo no tenía la menor idea que era el CYTED pero le dije que iba a resultar muy sencillo localizar a esta persona porque había sido mi director de tesis. Fue así como retomé mi relación con Cunningham, que en ese momento era efectivamente uno de los fundadores del Programa, que los españoles habían lanzado con motivo de cumplirse los 500 años de su llegada a América, y que además tenía a su cargo, para toda Iberoamérica, el área Energía. Me interesó la metodología del Programa, que financiaba proyectos entre grupos académicos y empresas con objetivos definidos y redes temáticas. Terminé dirigiendo dos proyectos, uno sobre la producción catalítica de un aditivo oxigenado a partir de etanol y otro sobre Producción de Hidrógeno para su empleo en pilas de combustible y además dirigí una red sobre Producción, purificación y aplicaciones del hidrógeno.
Esta actividad me permitió adquirir un cabal conocimiento sobre las capacidades científicas en mi área, de prácticamente todos los países latinoamericanos y de Portugal, el otro país, además de España, que participaba en CYTED. De hecho, gracias a las relaciones establecidas en este ámbito, pudimos realizar, unos años después, el desarrollo tecnológico más importante de nuestro grupo.
Yo seguía trabajando en la producción de hidrógeno a partir de metanol con catalizadores a base de cobre. A comienzos de los 90, Carlos Luengo, un físico argentino que se había ido a trabajar a la Universidad de Campinas y que tenía un proyecto de cooperación con el PINMATE, me comentó que la empresa Copersucar, radicada en Campinas y a la cual él solía asesorar, estaba interesada en producir hidrógeno a partir de etanol. Como me vió trabajar con el metanol para obtener el mismo producto, me preguntó si me interesaba ese proyecto. Le contesté que sí, y a la semana estaba en la Dirección de I + D de la Copersucar hablando con Luengo y el profesional de la empresa que resultó ser uruguayo.
El proyecto consistía básicamente en estudiar la factibilidad de emplear etanol para producir hidrógeno. A partir de la crisis petrolera de la década del 70 Brasil había reconvertido a sus vehículos para que funcionaran a alcohol y por ende los ingenios azucareros se habían volcado a la producción de etanol dejando de lado la de azúcar. Pero la crisis pasó, Brasil descubrió petróleo off-shore, el alcohol estaba subsidiado y dejó de estarlo.
Copersucar debía buscar nuevas aplicaciones al etanol. Cuando comenzamos a realizar el análisis termodinámico del sistema etanol/agua nos encontramos que no había ningún “paper” en la literatura abierta que nos sirviera de antecedente. La Ing. Yolanda García, a la cual le había asignado el tema, me comentó que dada la falta de información, no podíamos utilizar el método estequiométrico clásico (plantear las ecuaciones linealmente independientes posibles) y teníamos que utilizar el método de los multiplicadores de Lagrange.
Yo estaba familiarizado con el método clásico, que ya lo había aplicado en el sistema metano/agua, pero me di cuenta que Yolanda tenía razón y nos pusimos a estudiar este método “no estequiométrico”. Los resultados fueron presentados a la empresa, la cual nos autorizó a publicarlos. Lo hicimos en una revista que recién salía, International Journal of Hydrogen Energy[4]. Esa publicación fue la primera en informar que se podía obtener hidrógeno a 600 °C con un rendimiento cercano a 5 y a presión atmosférica a partir de alcohol etílico. Hasta el día de hoy ese trabajo tiene, según Scopus, 223 citas.
Un año después apareció un trabajo similar, en la misma revista, de un grupo de indios que mejoraban nuestros resultados ya que consideraban la posibilidad de formación de carbón, tarea que nosotros no habíamos encarado[5]. A los pocos meses me llegó una invitación de la Universidad de Nueva Delhi para ser jurado, por correspondencia, de la tesis que había dado lugar a esa publicación. Hasta hace poco conservaba el cheque en rupias que me enviaron por correo por esa tarea, que no cambié porque el valor en pesos de aquella época permitía comprar 2 kilos de pan aproximadamente.
Copersucar no estuvo interesada en pasar a la fase experimental pero yo sí. Primero hicimos unos ensayos en el laboratorio de Carlos Luengo en Campinhas y publicamos los resultados en el mismo journal. Carlos tampoco se mostró interesado en continuar con el proyecto pero yo intuí que podía ser de interés en un futuro no muy lejano y continué los estudios en Buenos Aires. Por supuesto que era muy difícil conseguir financiación; no obstante comenzamos la primera tesis doctoral sobre reformado de etanol con vapor a bajas temperaturas siendo el ahora doctor Fernando Mariño el arriesgado tesista en aceptar este tema.
A poco de avanzar en las investigaciones nos dimos cuenta que a bajas temperaturas el reformado de etanol no se producía y lo que ocurría era simplemente la descomposición del alcohol. A pesar de todo logramos hacer un buen trabajo y llegar a buen puerto con la tesis y con un par de papers publicados [6, 7]. A comienzos del siglo XXI despertó el interés internacional por el proceso de producción de hidrógeno a partir de alcohol. Comenzaron a aparecer trabajos de italianos, griegos, americanos los cuales por supuesto se basaban en los pocos trabajos existentes, los nuestros y el de los indios.
Durante la crisis del 2001 una colega española, que había conocido a través del programa CYTED, me convoca a participar de un proyecto financiado por la empresa Abengoa, que poseía plantas de producción de alcohol tanto en España como en EEUU. El proyecto consistía en desarrollar el proceso de producción y purificación de hidrógeno a partir de etanol y para ser empleado en una pila de combustible tipo PEM.
A nosotros nos tocaba la etapa de purificación y ella se ocuparía del reformado de etanol. Aceptamos y comenzamos las gestiones en la UBA para firmar el convenio. Luego de más de seis meses de tratativas recurrimos al CONICET y en un mes firmamos el convenio más importante del laboratorio. En diez meses debíamos tener los resultados. Pedimos ayuda al grupo liderado por Pío Aguirre del INGAR para realizar la simulación de los reactores y en el periodo previsto entregamos los resultados. Los equipos experimentales funcionaron sin parar durante ese periodo, habíamos hecho dos turnos de 12 horas cada uno.
Con el dinero recibido pudimos equipar el laboratorio razonablemente, los montos por productividad que recibimos llegaron de manera muy oportuna en medio de la crisis y dejamos el anonimato gracias a un excelente artículo publicado por el periodista Manuel Arias en La Nación[8].
Pero tal vez lo más interesante fue que comenzamos a incursionar en los procesos catalíticos de purificación de hidrógeno, una temática que nos interesaba, al punto que Fernando Mariño, cuando el proyecto español se aprobó, estaba en Poitiers trabajando sobre catalizadores empleados en la purificación. Como en todo trabajo de transferencia, que requiere una respuesta en un plazo determinado porque hay un tercero que así lo exigía y había un contrato por cumplir, quedaron muchísimos interrogantes que dieron lugar a nuevas líneas de investigación y a numerosas tesis de grado y doctorado.
La SECYT nos otorgó un PID para montar la planta piloto, siendo la empresa ENARSA la contraparte. Empezamos a obtener PICT de la ANPCYT y hasta fui designado por mis colegas “responsable científico” del Proyecto de Área Estratégica sobre Producción, purificación, almacenamiento y aplicaciones del hidrógeno, financiado por el Ministerio de Ciencia y Técnica y que reunió unos 200 investigadores argentinos que trabajan en esta temática distribuidos por todo el país. Más recientemente fui convocado por la Secretaría de Energía de la Nación, junto con otros expertos, para asesorar en la reglamentación de la Ley de Hidrógeno y redactar el Plan Nacional de Hidrógeno [9].
Nos consolidamos nacional e internacionalmente como Laboratorio de Procesos Catalíticos (LPC) de la UBA. Del grupo fundador, Norma Amadeo, Roberto Tejeda, Susana Larrondo, Fernando Mariño (ambos eran tesistas doctorales en esa época) y yo, solo se fue Susana Larrondo. Aunque ingresaron Graciela Baronetti y Beatriz Irigoyen que provenían de Santa Fe y Bahía Blanca respectivamente. Hoy día Norma es investigadora superior, Fernando es investigador independiente y Roberto es profesional principal de la carrera del personal de apoyo. Graciela se acaba de jubilar como investigadora principal y Beatriz es profesora regular de la UBA.
Este grupo relativamente pequeño ha dirigido más de 12 tesis doctorales. Hace un par de años constituimos el ITHES (instituto UBA CONICET) para lo cual el LPC se asoció con otros dos grupos de la FIUBA.
Cuando sobrevino el golpe de estado del 76, el gremio pasó a la clandestinidad. En 1983, cuando regresó la democracia, yo ya estaba trabajando como docente y con mi cargo del CONICET en el Departamento de Industrias de la FCEYN de la UBA.
El gobierno de Alfonsín había resuelto designar autoridades universitarias normalizadoras con la idea de normalizar la universidad que había sido devastada por la dictadura. En nuestra Facultad Gregorio Klimovsky, famoso epistemólogo, fue designado como decano normalizador y debía elegirse un consejo académico normalizador. La cuestión era cómo integrar el claustro docente.
Decidieron que hubiese un representante por departamento, elegido por sus pares. Así tuve el honor de integrar ese primer gobierno de la FCEYN luego de la dictadura, en representación del Departamento de Industrias y de compartir las sesiones dirigidas por Klimovsky. Lamentablemente estuve apenas seis meses en ese cargo porque promediando 1984 la Ing. Bidner, directora del Departamento de Ingeniería Química de la FIUBA me ofreció un cargo de profesor asociado con dedicación exclusiva en la asignatura que encajaba perfectamente con mi línea de investigación.
En la Facultad de Ingeniería también fui consejero académico por la minoría (yo tenía una vocación perdedora ya que las agrupaciones que integraba nunca ganaban las elecciones de claustro) y director del Departamento de Ingeniería Química por dos períodos.
Durante muchos años no me había acercado al CONICET, salvo cuando fui a la Dirección de Vinculación Tecnológica a comienzos del siglo XXI, por el contrato con Abengoa; yo era uno de los tantos investigadores que no formaba parte de una UE y mi relación con el organismo se limitaba a cobrar un plus salarial, ya que tenía un cargo de DE en la universidad, y presentar los informes cada dos años. Mi actividad de gestión la volcaba enteramente en la UBA. Ni siquiera tenía becarios CONICET, los que tenía provenían de la UBA o de la FIUBA, con mejores salarios. Y peor aún, hacía muchos años yo había publicado un par de artículos en la Revista Petroquímica [10, 11] con críticas a la forma de evaluar del CONICET.
No me llevaba bien con la Comisión de Ingeniería de Procesos, que era la que me correspondía. No obstante en 2010 fui convocado por el organismo para integrar la Comisión de Tecnología. De modo que me tomó por sorpresa el llamado de mi colega y amigo Daniel Borio, un año después, para decirme que Esteban Brignole, un referente en nuestra disciplina, uno de los fundadores del PLAPIQUI y ex miembro del directorio del CONICET, le había encargado preguntarme si yo estaría dispuesto a presentarme en las elecciones para ocupar el cargo correspondiente al área de Ciencias Agrarias e Ingeniería en el directorio del CONICET, ya que Faustino Siñeriz había agotado sus dos mandatos.
Por un lado me sentí halagado por el ofrecimiento de Esteban pero al mismo tiempo estaba bastante confundido. Consulté con mis compañeros de laboratorio que estaban tan sorprendidos como yo.En estas circunstancias suelo pedir opinión a personas de mi confianza. Lo consulté con Horacio Thomas, director del CINDECA y con Roberto Williams, fundador del INTEMA con quienes mantengo una relación de amistad que he conservado y que tiene sus orígenes en la UNLP. Ambos, ajustándose a sus características personales, uno más enfáticamente y el otro más sobriamente, me alentaron a presentarme.
Finalmente y apoyado por mis compañeros del LPC decidí postularme. Ya había cumplido los 65, el laboratorio estaba funcionando aceptablemente, la UBA seguía siendo una institución regida por estatutos con más de 50 años de antigüedad y reivindicando la Reforma Universitaria que, en su momento había sido una conquista formidable, pero ya habían pasado casi 100 años.
Desempolvé los viejos artículos de la Revista Petroquímica y con estos como base escribí mi plataforma, en la cual expresaba conceptos como estos: “Los criterios de evaluación que se aplican, con el número de papers publicados en revistas internacionales jugando un rol central, están en armonía con la cultura imperante. Sin embargo el sistema de evaluación que tenemos, aun con estos criterios, está muy por encima de cualquier otra institución nacional, de modo que cualquier propuesta debe, en primer término, tener en cuenta esto”. O como estos: “Se ha instalado, desde la creación del CONICET y casi de una manera natural, una cultura que prioriza el reconocimiento de la comunidad internacional de pares antes que el reconocimiento de la sociedad de la que se forma parte.
Esta cultura del reconocimiento externo, como “leivmotiv” casi excluyente, es la que hay que empezar a cambiar. Es de práctica habitual reconocernos a través de nuestros títulos de grado y posgrado, por el número de “papers” publicados y más recientemente por nuestro factor H. ¿Es esta la única manera de pensarnos? Estamos tan habituados a esta práctica que nos merecemos un espacio de debate para meditar si ésta es la única opción de reconocernos y por consiguiente de evaluar nuestras actividades”.
Puse lo que pensaba y sin ninguna expectativa de éxito porque, de alguna manera, me consideraba un outsider del sistema. Como ya había adquirido el hábito de perder elecciones, tanto como alumno en el Centro de Estudiante, como docente en el claustro docente y como ciudadano, realmente me sorprendí cuando gané éstas, que fueron muy reñidas, por dos razones: por el hecho en sí y por descubrir que entre los investigadores del CONICET había algunos, al menos 500, que pensaban como yo.
En noviembre de 2012 me incorporé al directorio y en junio de 2015 fui propuesto como vicepresidente de asuntos tecnológicos, reemplazando a Santiago Sacerdote, cargo que ejerzo al momento de escribir esta reseña. El año pasado vencía mi mandato como director y dudaba en volver a presentarme, fundamentalmente porque no coincidía con la ideología del nuevo gobierno y porque intuía que iban a llegar momentos duros para el sistema científico y para nuestro pueblo.
Pero me convencieron aquellos que me decían que el lugar que se deja lo ocupa otro. Me volví a presentar y superé la barrera de los 1000 votos. Por primera vez me sentí legitimado en mi función; mi tarea en estos cuatro años no había sido en vano y que algún cambio en el CONICET se estaba logrando.
El compromiso de escribir esta reseña me obligó a recordar mi vida entera y darme cuenta que me pasaron cosas, algunas inesperadas y otras buscadas. En lo laboral llegué a los cargos máximos que uno puede aspirar: profesor titular plenario en la UBA e investigador superior en CONICET. Creamos, junto con mis colegas, un instituto sobre tecnologías del hidrógeno y colaboramos en la formación de estudiantes de ingeniería química que realizaron sus tesis doctorales o de grado con nosotros.
Dirigí el único proyecto de área estratégica sobre energía financiado por el MINCYT y participé en la redacción del Plan Nacional de Hidrógeno. En la gestión alcancé a ser vicepresidente de asuntos tecnológicos del organismo de ciencia y técnica más importante de la Argentina. No obstante si tuviera que elegir cuales fueron los hechos más relevantes que realicé en la vida diría que fueron dos; el primero casi obvio: haber sido padre de tres hijos y una cuarta hija de la vida, que me han dado hasta ahora seis nietos y un séptimo en camino.
El otro es haber decidido ser testigo en el Juicio a las Juntas Militares y testigo y querellante en los juicios que llegaron después, en particular el relacionado con la apropiación de niños nacidos en cautiverio.
Soy consciente de haber contribuido, apenas un poquito, a poner tras las rejas a los asesinos. Adriana Calvo, la que fue mi esposa durante más de 25 años, y que dedicó su vida a que se hiciera justicia con estos genocidas, tuvo mucho que ver en esa decisión.
Buenos Aires, 5 de junio de 2017.