(1931 – 2024)
Todo retrato de un intelectual enfrenta al que lo realiza con un problema preliminar. ¿Se debe estudiar el hombre o la obra? Por expresarlo mejor, debemos indagar de él sus escritos, en sí, y eventualmente los escritos en que se apoyaban, o con los que dialogaban, es decir una historia de textos que sería lo único que debería interesarnos de un intelectual, o debemos incluir su trayectoria formativa, su cursus honorum académico e incluso su vida personal, que sería las que permitirían entender mejor tanto al intelectual como al hombre que está debajo o antes del intelectual?
Una segunda complicación adicional se presenta cuando se trata de una persona que hemos conocido y con la que hemos interactuado muchos años. Debemos basarnos de nuevo en lo que escribió y en lo que sobre él se escribió, o en nuestras experiencias trasmutadas en recuerdos, y por ende no siempre fiables. Entre esas opciones he decidido inclinarme por las segundas.
Debo, por tanto, comenzar señalando que conocí a José Carlos Chiaramonte y a Susana, su esposa, en 1986, poco después de su retorno a la Argentina desde el exilio en México. Un retorno que no era producto de una prolongada maduración, o de un irresistible impulso de retornar (como en otros exiliados) sino de un acontecimiento decisivo: el terrible terremoto que asoló a la ciudad de México el año precedente. Que tuviera dudas indica (creo) que juzgaba positivamente los recursos y las posibilidades académicas existentes allí, comparadas con las que había tenido en Argentina en los años precedentes al exilio. Y si se puede hacer esa conjetura es porque, al mismo tiempo, era mucho menos entusiasta hacia la sociedad mejicana. En broma solía decir que los años mejicanos le habían servido para prepararse a afrontar la decadencia argentina.
Supongo que el punto de partida de nuestro vínculo fue mi invitación a que participase en unas jornadas que organizábamos con investigadores italianos sobre la inmigración peninsular a nuestro país, en las que presentó un muy sugestivo trabajo sobre la presencia italiana en el litoral argentino. Proponía, con mucha perspicacia, una pregunta acerca de la preponderancia de aquella imagen tan persistente del argentino como un “hombre de tierra firme”, generalmente a caballo, que oscurecía a otro tipo, el hombre de río o de mar, “la mayor parte del tiempo sobre el leño en que navega” y en la que el pescado y no la carne era la principal dieta y que había recibido mucha menor atención en la historiografía, pero también en la literatura. Y aquí se veía, desde luego, la experiencia del hombre de la ribera del Paraná, que había sido por tantos años, desde su infancia en Arroyo Seco, donde había nacido en 1931, a los prolongados años rosarinos, sea como estudiante, luego docente, luego Director de la Escuela Normal N. 3 de Rosario, o como estudiante de Filosofía y luego docente de Historia del Pensamiento y la Cultura de la Facultad de Humanidades de la misma ciudad (y todavía esa experiencia ribereña se prolongaría hasta Paraná, donde tenía una de sus sedes la Universidad del Litoral).
Si esas jornadas fueron el punto de partida de una larga amistad, que como toda amistad tuvo sus altos y bajos, pero perduró casi hasta el final, ello se debe a su generosidad inicial hacia alguien con mucha menor trayectoria académica. Finalmente, cuando era yo todavía estudiante ya había sido lector de sus trabajos, a comenzar por “Nacionalismo y liberalismo económico”. Además, muchas cosas nos separaban, desde las pertenencias generacionales (era 18 años mayor) hasta las procedencias intelectuales (y políticas), desde los temas de los cuales nos ocupábamos hasta los mundos de sociabilidad.
Además, compartíamos la misma Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires pero en lugares distintos. Chiaramonte en el Instituto Ravignani, donde tenía su sede como investigador, y yo en el Departamento de Historia, donde era profesor. Lo que quizás podía acercarnos era una cierta distancia del mainstream de la historiografía argentina del momento de la transición, y algunos gustos compartidos hacia la cultura italiana (con permanentes bromas acerca de su sicilianidad y mi genovesidad), o hacia la literatura europea y argentina.
Pronto uno se enteraba de los lazos que Chiaramonte tenía con el notable grupo de escritores y poetas del litoral, Juan L. Ortiz (o simplemente Juanele), el mayor, Hugo Gola, Juan Jose Saer. Si uno quiere encontrar alguno de los hechos diferenciales que distinguen a Chiaramonte en la historiografía argentina, y sobre todo en relación con las generaciones más jóvenes, era esa relación con la literatura de la que era un omnívoro consumidor. Y más de una vez le escuché lamentarse de que los jóvenes de la generación sucesiva -y entre ellos los más cercanos a él- leían muy poco más allá de libros de historia. Y no se trata de argumentar acerca de cómo ello pudo o no haber influido en su prosa historiográfica -más bien en esta parece haberse impuesto la máxima de un estilo grave, en su caso no desprovisto de elegancia-, sino de que sus curiosidades iban más allá del archivo o de la reconstrucción minuciosa de procesos históricos.
Si la literatura era un hecho diferencial, creo que la pertenencia a la cultura comunista, desde sus años de estudiante hasta 1963, era otro. ¿Pero que querría decir cultura comunista, en esos años y en esa generación? Ante todo, que había allí muchos jóvenes inteligentes y cultos, de aquellos poetas del litoral hasta los que fundarían en Córdoba, “Pasado y Presente” y con los que Chiaramonte tuvo una relación ambigua. Una cultura, qué si no puede ser exaltada por su perspicacia política, sí puede serlo en tanto mundo de lectores de libros y no solo políticos.
Y nótese que, de ese ambiente, Chiaramonte formaba parte en un lugar que políticamente no era central pero intelectualmente sí, en tanto era el único (o casi) historiador profesional que tenía el partido, cuya figura en este campo más conocida era un odontólogo que escribía con seudónimo. Y en este punto, me viene súbitamente a la memoria una historia que me contó sobre la vez que había entrevisto, detrás de una puerta apenas abierta, al legendario líder del PC, Victorio Codovilla, el hombre de Moscú -y un típico aparatchik, como lo llamó con eficacia, Carlos Altamirano- mientras estaba con otros camaradas jóvenes en una habitación contigua.
Desde luego que lo que brindaba ese rico humus intelectual tenía como contraparte hipotecas de muy diversa índole para la carrera del historiador. Ante todo, lo mantenía en un lugar en los márgenes, por ejemplo, del grupo de Historia social liderado por José Luís Romero en Buenos Aires, hacia el que se había orientado mediante una beca en 1961. Más gravoso quizás, en sus mismos recuerdos, era un tono excesivamente polémico de sus primeros trabajos, así como un tributo a ciertos esquemas y ciertas correlaciones, entre iluminismo y “burguesía”, por poner un ejemplo, que pronto lucirían envejecidos.
Sin embargo, cualquiera fuese el peso de una ideología bastante esquemática, iba a ser compensado en él por su apertura hacia otras tradiciones, como lo mostraba su disponibilidad a seguir cursos con extranjeros como Irving Horowitz o Ruggiero Romano, en el ámbito de la rica oferta que el eje Germani-Romero ofrecía en la Facultad de Filosofía y Letras, o por su apertura a la lectura de autores de muchas procedencias.
Y nuevamente viene a mi recuerdo el momento en que, ya octuagenario, José Carlos estaba leyendo “El historicismo y sus problemas”, la seminal obra de Ernst Troeltsch de 1924, en tres gruesos volúmenes. Que se detuviera en un teólogo protestante (pero ¡qué pensador!) que había escrito cien años antes dice mucho de las diferencias entre el tipo de historiador que era Chiaramonte y sus sucesores, que no logran avanzar en la lectura de libros anteriores a los últimos veinte años. Más aún porque esa lectura implicaba un fino ejercicio intelectual: volver a reflexionar sobre la tradición historicista, que había sido la suya pero que ya desde hacía unos años había abandonado.
¿Estaba todo ahí? Desde luego que no. Va señalada su tendencia a dar oportunidad al trabajo minucioso con los datos primarios, en lo que estaba toda la vocación de un historiador que, por muy autodidacta que fuese, había comprendido bien cuales eran las reglas del oficio. Eso ya es visible en su notable y erudito trabajo sobre los iluministas napolitanos en el Río de la Plata que publicara la “Rivista Storica Italiana”, dirigida por ese severo juez que era Franco Venturi. Es que en este trabajo el análisis refinado y complejo deja ya ver, en 1964, todos los rasgos del notable historiador que luego conoceríamos. Trabajo minucioso, se dijo, y con un punto obsesivo, que por lo demás le iba bien más allá de la profesión misma. Dos buenos consejos para dar a un contertulio era dejarlo a él elegir el vino, y prestar mucha atención al ofrecerle un café (y si se conocía algo de los clásicos, mejor).
Paralelamente, se daba su aproximación a la historia económica, en un artículo del mismo año 1964 (“La crisis de 1866 y el proteccionismo argentino de la década del 70”), que fue, en su perspectiva, el pasaporte para ser aceptado en la autopercibida elite de la historia económica y social de entonces. Es posible que así fuera, pero también es posible argumentar que era la calidad de sus trabajos, que habían soltado lastre ideológico -y ello podía ser hijo de una maduración intelectual más que de haber abandonado, quizás algo anticipadamente para sus tiempos internos, las filas del partido con el affaire que generó el primer número de la revista “Pasado y Presente”, en 1963.
En cualquier caso, aquel trabajo iba a dar lugar a una línea de estudios que culminaría en el muy afortunado libro sobre “Nacionalismo y liberalismo económicos (1860-1880)”, de 1971, que lo instaló como uno de los mayores historiadores argentinos, y en el cual sobresalía la riqueza empírica, los matices y la capacidad analítica, aunque por debajo siguiese existiendo aquella idea, que bien podía proceder de Antonio Gramsci, acerca de que las posibilidades de un movimiento político-ideológico reposan en la mayor o menor fortaleza de las fuerzas sociales que lo sostienen.
Eran entonces los años de Onganía, que signaron para Chiaramonte distintos desplazamientos laborales, que incluyeron convivir con el clima algo alucinatorio (pero no en él) de la Universidad del Sur, y que culminarían en el exilio mejicano en 1975. Un exilio que reorientó sus enfoques más allá y más acá del ámbito argentino, hacia escalas que buscaban abarcar el mundo de las ideas ilustradas hispanoamericanas, o, inversamente, que reducían el enfoque de la escala nacional a la escala regional, en una investigación de larga gestación, anterior y posterior, sobre el caso correntino, que culminaría en 1991 en su también muy afortunado “Mercaderes del litoral” .
Recordamos ya que Chiaramonte regresó a la Argentina a fines de 1985 y poco tiempo luego de llegar fue designado por el Decano Interventor, Norberto Rodríguez Bustamante, Director del Instituto de Investigaciones Históricas “Emilio Ravignani” de la Facultad de Filosofía y Letras, mientras curiosamente vivía en la calle Emilio Ravignani, la primera y provisoria residencia suya en Buenos Aires que conocí. Permanecería en el cargo 26 años, superando por poco en duración al mismo Emilio Ravignani.
Manejó el Instituto con mano firme, en lo que podía intuirse el largo ejercicio como Director de la Escuela Normal pero, a la vez, con modales reservados y ligeramente distantes pero amables, en especial hacia la generación más joven, a la que trataba en modo horizontal. Salvo, claro, en aquellos casos singulares en los qué su paciencia se terminaba abruptamente y se enfrascaba en debates enardecidos. Ellos no seguían las líneas de las fracturas historiográficas, ya que siempre fue cortés en lo personal con historiadores que pertenecían a otras tradiciones.
Pese a sus ya consolidados méritos académicos su designación fue algo inesperada (al menos en mi recuerdo) y varias conjeturas podrían hacerse aquí. Lo cierto es que por mucho tiempo ejerció esa conducción con independencia y distancia de los distintos grupos (llamados programas) que allí existían. Era su modo de estar en un mundo que terminó, pero no comenzó, siendo el suyo. Sin embargo, quizás había algo más, y era una forma radial (o de malla abierta) de gestionar sus redes de sociabilidad académica, que no solo le garantizaban la independencia, sino que quizás le eran idiosincráticas. Independiente siempre, aislado jamás, según la conocida expresión. Ello requería una cierta idea de equilibrios y balances en los cuales por lo demás, quien esto escribe constituía en la marginalidad de la marginalidad uno de los contrapesos.
El cuarto de siglo posterior a su retorno a la Argentina fueron los años en que nuestros vínculos fueron más estrechos, en sus casas (del “Palacio de los gansos” al viejo Palermo) y en las mías. Recuerdo con nostalgia esos años, en los que todavía ni la Argentina ni la vida académica se habían desbarrancado, mientras José Carlos maduraba esa exitosa idea acerca del anacronismo de hablar de nacionalidad argentina y argentinos en 1810 y en los años sucesivos. Venía aquí a insertar una pica que como una línea critica se confrontaba con la versión canónica de la historiografía argentina, que comenzaba con Mitre, si no antes. Una mirada que podría pensarse en continuidad con otras miradas desde un punto de vista. Punto que también podría percibirse en su posterior postulación de la existencia de un orden constitucional, aunque fuese sui generis, en el período 1810-1853, que combatía la idea predominante de ver esa época como pura anarquía y barbarie (“Ciudades, provincia, Estados”, 2007).
Aunque no recuerdo que él hubiese tematizado el problema del perspectivismo sí había habilitado, en sede conceptual, la existencia de posibles lecturas alternativas del pasado. En cualquier caso, nunca dejó de admitir los problemas inherentes a la teoría del conocimiento, y aquí había otro hecho diferencial: por limitada que hubiese sido, según él, su formación universitaria en filosofía, no dejó de sedimentar lecturas y capacidad analítica. Basta recordar un pasaje de sus recuerdos autobiográficos: “no hay prueba empírica para decir que son ciertos el realismo (a veces mal llamado materialismo) o el idealismo gnoseológicos. Es por eso que pienso que podríamos decir que, de hecho, los científicos han trabajado por lo general como si el mundo exterior a la conciencia existiese y como si pudiese ser conocido”. O este otro: “Es también necesario advertir que, tras todas estas expectativas hacia la Historia, está la irresuelta cuestión de si realmente se puede conocer lo que pasó tal como fue. Hay aquí un problema insoluble”. Problematizaciones que contribuían a enriquecer su labor como historiador, no a relativizarla.
Debo, finalmente, recordar su generosidad para conmigo y agradecer que me haya dado un lugar entre los senadores de esa especie de monarquía que él ejercía en el Instituto Ravignani, y que me haya también abierto las puertas de prestigiosas editoriales en las que era el verdadero factótum. Debo agradecerle, aún más, su conversación a ratos pugnaz, a ratos concesiva y afable, pero siempre muy inteligente e interesante. Por detrás de ella, estaba esa mirada taciturna, alterada con momentos en que aparecía una sonrisa no exenta de picardía. Y sin embargo, a la hora de concluir, emergen en mi recuerdo otras cosas banales que, como dijo una vez Borges, no sabrán nunca que nos hemos ido: un saco de tweed, unas corbatas de las que presumía, unos guantes para manejar, una pipa que era ya un recuerdo o esos “berretti” inconfundibles que hacían pensar en un sobrio “notabile” siciliano, si no hubiésemos sabido que era, en realidad, un gran historiador argentino.